martes, 12 de agosto de 2014

Jardín de Secretos

En una pradera amplia se ven equidistantes muros de ridículas dimensiones. Acercándose, se ven portones que parecieran encerrar tesoros de distintos universos. Uno solo puede preguntarse... "¿por qué?".
Estos gigantes muros, colosos a lejana vista, cuales Quijote hubiera confundido con gigantes, protegen un jardín oculto.

Va caminando un hombre curioso, de oficio protector, que observando tras rendijas y aparentes ventanas casi imperceptibles sino por el ángulo por el que se mire; ve un pobre jardín en el que revoloteaban débiles, dos mariposas tiernas... ellas se paseaban entre dos flores y parecían tener miedo a posar sobre la tercera.

Puede uno recorrer distancias impresionantes entre una fortaleza y otra, surcar obstáculos dignos de una odisea y labores herculianas. Al encontrar las rendijas en cada uno de los colosos protectores, se ven las mismas características de variantes números, pero de constantes disposiciones... flores y escasos polinizadores, sin olvidar una flor que siempre se encontraba alejada de las demás.

Este hombre de oficio, cansado por su recorrido, sintió que era su deber penetrar en los fuertes para lograr su cometido que se le había encomendado, quizá por deidades, quizá por la vida misma, quizá porque era lo único que sabía, y podía, hacer: cultivar flores.

Con fervor, picardía, cierta intriga y excesivas molestias de por medio, obtuvo la oportunidad de traspasar uno de los inmensos portones y así ver con ojos propios lo que guardaban tales muros.

Se sorprendió.
No de la manera en la que esperaba, con secretos inconmensurables.
La sopresa lo angustió de sobremanera.

La flor más aislada se encontraba en el lugar con más fértil tierra, mejor humedad y adecuadas condiciones... sin embargo, ésta se encontraba cuasi marchita. Esa era la flor a la que las mariposas evitaban. Una rosa con pétalos ennegrecidos, casi ya perdidos. Como un contraste triste en una atmósfera que parecía más tranquila y equilibrada que alegre o festiva.

Sentía que mientras más se acercaba, los muros aparentaban sonrojarse; parecían como debilitarse, y el aire que respiraba se hacía más frío. Una ventisca que no tenía de dónde salir comenzó a abrazarlo. Primero una brisa, una ventisca y luego una absoluta falta de viento. Cada paso que daba parecía como alarmarle de que algo podría ocurrir.
A tres pasos de la flor se arrodilló... a su lado cayó un pedazo de escombro, sin ruido, sin aviso, casi mortal. Supo que en ese momento ya no tendría retorno de aquello.

De un estanque de cristalina agua que rodeaba a la flor sin bañarla, el jardinero tomó el agua... la bebió en la primera vez; la arrojó sobre la marchita rosa, en la segunda.

Cerró con mucha fuerza y voluntad los ojos, sabiendo que algo sucedía. Algo que no quería ver.
Ruidos, estruendos, silbidos de vientos que se acercaban pero no parecían llegar, lo azotaban sin golpearlo. En un oscuro casi total por el cierre de ojos pudo escuchar, también, un sonido que era como arena deshaciéndose. Logró aunar fuerzas suficientes como para quebrar la oscuridad autoinducida.

Abrió los ojos. Un choque de aflicción y alegría avasalló su ser al percibir dos cosas: el muro se convirtió en un balaústre del más bello jardín que pudiera verse con la rosa brillante en el medio; y también, supo que se encontraba afuera del mismo, con pies en la pradera... y que la llave que había abierto el antes gigantesco portón, ya no tenía la forma del cerrojo de la traslúcida puerta.

Ya no podría volver a entrar.

Afligido profundamente, pero de cierta manera feliz por haber cumplido una labor, el hombre de oficio de jardines emprendió viaje una vez más, y en las siguientes colosales fortalezas sucedió lo mismo... abejas, flores, jazmines, mariposas y rosas perfumaban paisajes de los cuales el no podía abrazar más que con la mirada y un poco del aroma que guardó consigo en sus recuerdos.

El jardinero soy yo. Mis amores son las rosas marchitas en un jardín escondido de la realidad.
Como si fuesen mentes e inteligencias pícaras y potenciales rodeadas de una filosofía vana que contrasta absolutamente la realidad de lo que son las mentes. Como si creyeran que protegiendo sus mayores tragedias tras muros, pudieran evitar que éstas dominen su ser. Las raíces de cada uno, uno no las puede perder, y de la misma manera uno no puede vivir en lo mismo, pues una flor es liviana en la mano aun con sus espinos, por unos segundos, minutos y quizás horas. Ese peso se incrementa y mientras vemos a la flor morir lentamente, pareciera que ésta quiere acercarse al suelo. Eso no es más que el brazo débil, cansado de sujetar la flor... sabiendo que el aroma de la misma perdurará en el corazón de cada uno y eso no es algo que se pueda arrebatar; sabiendo que hay fortalezas que derribar, y sabiendo que hay lazos que para el bien de la vida de todos a quienes ello involucre, deben soltarse. Solo así uno cumplirá su función, sea esta plantar semillas, arreglar jardines o derribar muros; destinos inquebrantables que cada uno, a su antojo, es libre de elegir.